Requiem
Voy a cumplir cincuenta años dentro de muy poco y debería estar muy
contenta, pero no puedo estarlo. Mi padre falleció hace poco más de una semana.
Ahora ya soy oficialmente huérfana. Y da igual que tenga edad para peinar canas
(no tengo afortunadamente), que me invade esa sensación de abandono, de niña
pequeña desvalida y sin norte.
Es curioso que hace cinco años, cuando vivían mis padres y cuando aprobé la
oposición (cómo pasa el tiempo) me sentía en la cresta de la ola de mi vida,
invencible y confiada, feliz. Como los Lobos cuando se llevaron el bote de Boom
el otro día, había conseguido lo imposible y estaba eufórica. Estuve todo un
verano festejando y entonces poco me acordé de mis padres. Bueno, los visité
qué duda cabe, pero me molestó que no compartieran mi euforia. Pensé que jamás
me habían comprendido, más aún cuando ninguno vino a mi día de toma de
posesión, a diferencia del resto de mis compañeros… Fue un día agridulce. En
pleno verano, no vino nadie de mi familia, por unas cosas o por otras… Siempre
fui la “oveja negra” aunque, como soy gótica, el negro para mí es un color
vibrante y lleno de energía.
Cuando me quedé embarazada mi madre no se mostró muy alegre y yo igualmente
albergué cierto enfado hacia ella. Llegué a pensar que, entre unas cosas y
otras, era como si no tuviera padres… Pero mi madre se estaba extinguiendo y no
supe verlo, no era que no quisiera ser abuela, es que quizás sabía que jamás
iba a ver a su nieta.
Y es ahora cuando me faltan de verdad mis padres. Ahora quisiera enfadarme
con ellos de vez en cuando, pero ya no están. Ya no están ni para regañarme. Y,
ahora ¿quién me dirá eso de “Hija qué gorda estás” o “Hija no trabajes tanto
que para qué” o “Hija qué sandalias más feas llevas” (lo último con cierto
sentido que me dijo mi padre dos días antes de fallecer)?
Cuando era adolescente rezaba todos los días por librarme de los “plastas
de mis padres”. Han pasado ya más de treinta años de aquello y me gustaría
volver a tener quince años.
Recuerdo un verano en Cádiz, mi padre trabajando allí que yo protestaba por
todo, no tenía a mis amigos, a mi noviete, a mi instituto, a mi barrio, a mi
rutina… Les di una buena matraca a todos, y estaba tan disgustada (era el fin
del mundo) que no me bajó la regla en los meses que estuvimos allí, de verdad
que la mente es poderosa, porque fue llegar en tren a Atocha y ahí estaba la
“prima de Rusia” en todo su esplendor.
Ahora que soy madre reconozco a la niña revoltosa que era en mi propia
hija. Veo cómo me protesta, cómo demuestra su “yo sola” todos los días.
Reconozco ese carácter independiente, sé que algún día mi hija se irá de mi
lado y dirá que ya se libró de la “pesada”, pero sé también que, por desgracia,
algún día mi hija me llorará.
Ahora no entiende a dónde fue el abu, le digo que se ha ido en un cohete al
cielo. No puede entender todavía qué es eso de morir, pero la verdad que yo voy
cumplir cincuenta y tampoco puedo. Sólo sé que, como Valentín el de los Lobos,
siempre nos debemos acordar de los que nos faltan cuando estemos tristes por su
falta, pero también, cuando estemos alegres por lo que hemos conseguido en la
vida porque parte de ese logro se lo debemos a los que no están ya con
nosotros.
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