La zona de confort
El día 5 de septiembre es mi último día en la empresa y el
día 6 de octubre comienzo (si no hay cambios de última hora), con la formación de
funcionaria en prácticas previa a la toma de posesión de la plaza.
Me voy a tomar tres semanas en septiembre para mis temas personales
porque las había acumulado previamente de vacaciones y finalmente me las
liquidan con el finiquito.
Ahora estoy inmersa en la vorágine de formar a la persona
que ha venido a sustituirme pero además, manteniendo el servicio.
Y es duro, máxime si cabe porque he tenido a una persona del
equipo de vacaciones todo el mes de agosto. Si no fuera porque me voy la
situación me habría dejado hecha puré pero el tachar días en el calendario con
las tareas hechas me da moral para aguantar este sprint final.
No obstante, ya estoy como Montecristo tachando días en la
dura piedra del castillo de If. Me quedan ocho días laborables, ahí es nada.
He notado también que tengo mucho síndrome de Estocolmo,
porque, aunque ya tenía pensado este cambio profesional hace un par de años y
con voluntad muy firme desde comienzos de año, tras la reunión de evaluación
anual, no puedo evitar sentir un poco de apego a mi trabajo, a mi cliente y a
mi empresa.
No sé si la comparación es buena pero es como dejar a un
novio después de muchos años con él. Aunque sabes que la relación no era lo que
tú querías y es posible que tengas una nueva ilusión ahí en el horizonte, no
puedes evitar sentir angustia por lo que dejas atrás. Los psicólogos lo llaman “La Zona de Confort
del Cerebro”.
Los humanos estamos preparados para hacer frente a
imprevistos, salir a cazar mamuts, saltar obstáculos, rechazar ataques de la
tribu rival, hacer fuego con dos piedras, pero a la primera de cambio que nos
dan la oportunidad de repetir día tras día lo que ya sabemos hacer nos
relajamos y dejamos de estar en alerta. Esa es la zona de confort. Estando en
la zona de confort es cuando vienen las desgracias, porque estamos “a por
uvas”. Pero estar siempre en alerta es factible cuando tu esperanza de vida es
de quince años, que era la media en el paleolítico, es imposible cuando la
esperanza de vida es de más de ochenta años, no puedes vivir en alerta todo ese
tiempo sin fallecer de un infarto.
Pero si estás todo el día acomodado te conviertes en un
auténtico zombie, un muerto viviente. En noviembre pasado conocí a un personaje
muy curioso en un evento de mi asociación de auditores. Había escrito este
sujeto un libro que se llama “32 maneras de saber que estás muerto”. Y no, no
iba de prácticas de medicina forense, sino de hábitos y costumbres tóxicas. Lo
estuve leyendo así por encima y no tardé en darme cuenta de que yo era una
moribunda que todavía me resignaba a que me echaran la losa encima, pero que
tenía que meter más caña a mis planes de futuro o antes me llegaría la edad de
jubilarme. Esto fue una semana antes del primer examen de la oposición.
¿Serendipia o no? El caso es que desde entonces he recibido más de una señal de
que tenía que espabilarme.
La razón por la que los adultos sintamos que el tiempo vuela
es porque hacemos el 85% de las tareas diarias situados en nuestra zona de
confort, es decir: En automático o sin pensar o decidir si existe una forma
distinta de hacer las cosas.
Hoy, explicando una tarea a la persona nueva me he dado
cuenta de que llevo mucho tiempo haciendo las cosas de la misma manera. Vale
que funciona, y es posible que sea la mejor manera de hacer dicha tarea, pero
es cierto que no he pensado en hacerla de forma distinta.
También la culpa la tiene el volumen de trabajo. Se puede
ser creativo cuando tienes que pintar la Capilla Sixtina, si te dan de plazo
años. Si a Miguel Ángel le hubieran dado de plazo dos horas, en vez de pintar
tanto angelito le hubiera dado un brochazo azul a mogollón y hubiera pintado a
lo sumo dos nubes.
Igual me ha pasado a mí durante año. El volumen de trabajo
me ha obligado a buscar estrategias para ser más eficaz, pero no más eficiente.
Es lo que los informáticos lo llamamos: Trabajar de bombero, porque siempre
andas apagando fuegos todo el día.
Pero, en cualquier caso, el aprobar la oposición me ha
obligado a salir de mi zona de confort. Ya he presentado mi carta de baja
voluntaria, ya no hay marcha atrás ni quiero que lo haya. Ahora el futuro será
mejor, o podría ser que no, pero al menos es distinto, y tengo la oportunidad
de decidir de nuevo como quiero que sea mi nueva zona de confort para los
siguientes años.
Supongo que hasta dentro de año y medio no llegaré a esa
etapa, y estaré todo el día enfrentándome a lo nuevo hasta que me estabilice.
En ese enfrentamiento pondré a prueba de nuevo mis capacidades intelectuales.
Ya las he puesto a prueba con la oposición, pero ahora llega la prueba
práctica.
En cualquier caso, no quiero cambiar una zona de confort por
otra sino plantearme qué quiero realmente en la vida. Si mi nuevo trabajo me
permite ser creativa, bienvenido sea. Si no, iré moviéndome de puesto hasta
conseguirlo. Si no, montaré una empresa de eventos o de lo que sea.
Verdaderamente creo que empezamos a envejecer cuando nos
resignamos a buscar zonas de confort en todo lo que hacemos, y no me refiero
tan sólo al trabajo. Veo a gente con mi edad que se han resignado a un
matrimonio que les hace desgraciados, a unos hijos que son unos vándalos, a
hacer lo mismo y con la misma gente todos los fines de semana y a trabajar en
el mismo puesto haciendo lo mismo exactamente durante diez años y con el mismo
horizonte para los diez años siguientes.
Hay gente así por todos lados. Esta gente “cómoda” es la
culpable de que se comentan las mayores atrocidades en el mundo sin que nadie
mueva un dedo. Total, para qué moverse con lo a gustito que se está calentito
en casa. Me acuerdo de Bertold Brecht y esa frase que comienza con “Primero se
llevaron a los x ….Pero yo como no lo era,
a mí que más me daba….”
Hay mil excusas para seguir en la zona de confort: La
crisis, dónde voy yo a mis años, para eso hace falta mucho tiempo, los niños,
que si el dinero, etc. El caso es que todos nos buscamos amarres para no
cambiar. A fin de cuentas, si algo funciona no lo toques. Pero esa es la máxima
atribuida a los informáticos frikies, no la de un humano con sangre en las
venas.
Vale que puede uno fracasar. Pero, ¿no es ya un fracaso
vivir una vida sin alicientes?
Hace ya tiempo que la gente que no veo desde hace meses me
dice que estoy distinta, para bien.
He perdido varios kilos, pero estoy segura de que no es eso.
No son los kilos, el gimnasio, el haber cogido algo de color en la playa o las
mechas rubias. No, eso que ven que me hace distinta es que he recuperado la
ilusión que había perdido hace tiempo. Y esto es el mejor antiaging que necesita un humano.
Comentarios