Mujeres Betadesesperadas: El Maldito Reloj Biológico

Extracto del libro que estoy escribiendo: Mujeres Betadesesperadas
Seas hombre o mujer, y tengas hijos o no, seguro que en algún punto de tu vida te habrás planteado la pregunta vital sobre si deseas o no niños, y sobre todo, en caso de que sí, que suele ser la mayoría, cuándo es el mejor momento para tenerlos y con quién los tendrás. Cuándo y con quién es crucial porque una mala elección en uno o en otro sentido, puede dar al traste nuestro plan de vida y sumirnos en los infiernos. En el caso de una mala elección de pareja, el infierno que nos aguarda es el del divorcio, con las tensiones inevitables que surgen cuando hay que criar unos niños junto a alguien con el que no quieres compartir ni la colección de platos con esmaltado de ocas cursis que os regaló un amigo común muy malintencionado. Podría contaros muchas anécdotas de parejas rotas con hijos en común. Incluso de matrimonios como el de mis padres que llevan rotos muchos años pero que son como reliquias incorruptas de santos, que están más que requetemuertos pero no acaban de pudrirse nunca, lo cual acabamos pagando los hijos, y a diferencia de los de los hijos de divorciados, a nosotros nadie nos intenta sobornar con una videoconsola para que los queramos más. Pero el otro infierno que me interesa es el otro: El que sucede cuando ya tienes claro con quién quieres tener hijos y resulta que “se te ha pasado el arroz” o crees que no y tu arroz en fecha de caducidad válida, resulta que viene de una remesa estropeada y lo descubres por sorpresa. La fecha de caducidad viene marcada por algo llamado “Reloj biológico” y el mal estado es un factor sorpresa añadido que no viene marcado por ningún reloj estándar sino que puede venir de rebote por circunstancias diversas, como veremos (un cáncer, una enfermedad metabólica, el estilo de vida, la herencia genética, un accidente, un aborto deseado o no, el tipo de trabajo, etc.). En cualquier caso, la fecundidad de la mujer es muy limitada en el tiempo y da la casualidad de que la sociedad ha evolucionado en costumbres y en su concepción de lo que es juventud y vejez, pero la “Madrastra Naturaleza” no, y sigue siendo la misma que cuando los hombres del paleolítico salían a la caza diaria del mamut. Entonces lo usual es que las mujeres dieran a luz con trece años, el fruto de una fiesta en la que unos colegas masculinos de la tribu se beneficiaron a otras cuantas colegas féminas, les gustara o no la idea a estas últimas. Vamos, que en el Paleolítico, no había relaciones de pareja monógamas y afectuosas sino más bien algo más parecido a las orgías de un cuarto oscuro. Y entonces las mujeres parían incesantemente desde los trece años a los veinticinco, edad en la que la mayoría habían muerto por las complicaciones de algún parto, por algún encontronazo con un animal, por culpa de los celos de otro miembro de la tribu (violencia de género prehistórica) o porque se habían resbalado por un precipicio al ir a coger fresas silvestres. Pero bueno, en promedio dejaban unos ocho hijos, suficiente para garantizar la continuidad de la especie. Ahora una chica de trece años se queda embarazada raramente, y cuando esto ocurre, rápidamente va a que le realicen un aborto para poder seguir estudiando segundo de la ESO. Así pues, tenemos ya un problema de partida en la actualidad, de mal avenimiento con la naturaleza, lo malo es que la naturaleza es difícil de vencer, aunque en la actualidad dispongamos de más armas que hace cuarenta mil años. A menudo creemos que la ciencia es Dios y lo cura todo, y debemos afrontar con humildad nuestra condición de seres humanos, imperfectos y mortales. Los hombres a los que he consultado, no tienen nunca claro este tema de tener hijos y aún cuando tengan ya media docena de retoños correteando en el salón alrededor suyo, a la pregunta de cómo descubrieron su instinto paternal y si alguna vez se propusieron tener hijos, la mayoría contesta encogiéndose de hombros con un: “No sé. Conocí a fulanita, me enamoré, y, de algún modo, todo vino rodado sin yo decidir gran cosa, si acaso lo de sacarle el carné de socio de mi equipo favorito al niño cuando nació”. Los hombres, queridos míos, no soñáis con cuentos con princesas de rosa y bodas regadas por champán y perdices. Los hombres pasáis del fútbol, las cajas de pizza, el desorden y las juergas con los amigos al estado de “pater familias ” de un plumazo. Las mujeres no, las mujeres planificamos. ¿Por qué? Por el puñetero “Reloj Biológico”. Un hombre puede, en teoría, y en muchos casos en la práctica, tener hijos hasta más allá de los setenta años. Las mujeres no podemos tener hijos con esa edad. Bueno sí, de vez en cuando salen aberraciones por ahí como una mujer hindú cuyo marido vendió todo lo que tenía porque estaba avergonzado por no haber tenido hijos (en algunas culturas todavía se mide la “hombría” de los varones por el número de hijos que pueden producir). De este modo, este señor sometió a una señora anciana a todo tipo de tratamientos de fertilidad (con óvulos de mujer joven obviamente) hasta que se quedó embarazada y dio a luz al hijo de este señor. Creo que desde entonces, esta mujer está pidiendo a gritos la eutanasia no sea que a su marido despiadado se le ocurra darle un hermanito a su hijo dentro de diez años. Y es que en algunos países en vías de desarrollo e incluso algunos desarrollados están abusando sin escrúpulos ni compasión de las técnicas de fecundación artificial. El caso es, que las mujeres no tenemos toda la vida para pensar en cuándo queremos tener hijos. El problema es que, además de hijos, queremos otras cosas como adultos integrados en una sociedad y un mercado de trabajo, a saber: Estudios y trabajo remunerado. Si además nos podemos sentir realizadas con nuestro trabajo y desarrollar una carrera profesional, estupendo. El problema es que para conseguir “esas cosas normales de adultos” se necesita mucho tiempo y dedicación. Terminar una carrera con estudios de posgraduado te lleva a los veintiocho años como poco. Conseguir un trabajo estable y mantenerlo unos años, como para meterte en una hipoteca, coche, etc. te supone al menos seis años más. Si todo va a las mil maravillas, tienes treinta y cuatro años cuando te puedes plantear casarte y tener hijos. Previamente, debes haber conocido y mantenido una relación estable con un hombre adecuado. Podría escribir dos libros más sobre lo difícil que es este objetivo. Bien, supongamos que todo te va a pedir de boca, y tienes treinta y cinco años y dices: “Voy a dejar la píldora y a tener un bebé”. Vale, hay un 65% de mujeres que un año, con sus más y sus menos, lo consiguen. Ese grupo es el que luego nos castigarán implacablemente al 35% restante de “las sufridoras”. Pero, supongamos que estamos en el grupo del 10% de privilegiadas que: Estudiaron un máster, iniciaron una buena carrera profesional y además conocieron al hombre adecuado, se casaron antes de los treinta y cinco, tienen una casa y encima, se han quedado embarazadas justo en la edad límite (veremos luego en otro capítulo, el factor “siega mortal”). A los treinta y ocho años, con un bebé de dos años, ese tanto por ciento de privilegiadas, se plantea tener un segundo hijo. ¿Y qué ocurre? Pues que como la suerte no es eterna, la mayoría se tiran un añito y el niño no llega. Se inquietan, se empiezan a poner nerviosas y con casi cuarenta años, entran también en el infierno de la búsqueda incesante del “segundo hijo”. Conozco casos, y esta infertilidad secundaria les llega por sorpresa y de forma inexplicable. Piensan que tres o cuatro años no son nada, y que se debería dar igual de bien, pero no. Resumiendo: En la actualidad la natalidad en los países occidentales se sitúa entre el 1 y el 1,5 por mujer en edad fértil. Obviamente, esto va a significar que la población va a caer en picado en cosa de cincuenta años. Los gobernantes ahora mismo están obcecados con el fin del mundo. Total, si se acaba el mundo en menos de seis meses, pensar en el futuro es una bobada. Pero, ¿qué pasará cuando ese futuro llegue? Pero mientras tanto, las mujeres, las superwomen, además de compaginar familia con trabajo, y la obligación de ser inteligentes, organizadas, amas de casa y guapísimas, tenemos también ahora la lacra de la infertilidad y el tiempo y el esfuerzo que suponen los tratamientos de invitro. No creo que la depresión y el agotamiento nuestro sea por las hormonas, sino que éstas son la gota de agua de nuestra vida estresada.

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