Vida Lowcost

Cuando yo era pequeña, vivía una vida que ahora se clasificaría como de clase baja, nada de media: No tenía ordenador (tampoco se vendían, salvo el Spectrum o cacharros similares para niños pudientes), no tenía teléfono (no digo ya Smartphone o móvil) sino que ni tan siquiera tenía un teléfono fijo analógico (lo explico así porque a veces entre los más jóvenes hay que explicarles qué son esas cosas con teclas que hay en la mesita pequeña al lado del sofá). Respecto a tecnología doméstica, lo más sofisticado que vi hasta los ocho años era una lavadora que tenía mi madre con tres botones y una rueda. No había canales de televisión (bueno sí, el “normal”, y el “UHF” que se cogía de pena y sólo salía Balbín acompañado de intelectuales melenudos bañados en una niebla densa de humo de tabaco). Cuando salió la televisión en color, creo que fui de las últimas del barrio en tenerla, y bueno, lo de grabar ya una película en VHS fue algo que no vi hasta que no eché la instancia para la universidad más o menos. Ahora, una persona así, si vive en España, sólo puede existir tirada en un banco de un parque totalmente homeless, con una cartón de de vino, un perro pulgoso y un colchón infestado de chinches y meados. Pero la cosa no acababa en el aislamiento tecnológico. Sigue con la ropa y el calzado por ejemplo: De pequeña, dejando aparte el pijama de felpa, tenía contados 3 pantalones. Uno, que simulaba ser un vaquero pero que era de tergal, tan fino que se podían ver las venas de las piernas a su través. Otro, el clásico pantalón de pana remendado con rodilleras (quien de mis años no haya gastado pana es un alienígena). Por último, el pantalón “de los domingos” que era de paño gris y que llevabas con una blusita blanca para los actos sociales (misa, aperitivo, cine, ver a los abuelos, etc.). De camisetas/jerséis tenía otros 3 igualmente. Uno, de lana con cuello en pico, de color azul oscuro (quiero que me levante la mano, quien sea de mi quinta y no hay tenido un jersey así jamás). Otro, algo más moderno con la cara de Heidi (o de Mazinger Z que ahora no lo recuerdo bien pero algo así tan hortera), y otro de terciopelo negro con cuello redondo. Y ya, para, basta de contar ropa. Conforme iba creciendo, se iban pasando estas prendas a mis hermanos pequeños y yo iba heredando alguna de mis primos o vecinos. Eso de ir a la tienda a elegir ropa era algo que sólo podían hacer mis padres y cuando tenían una racha económica menos floja de lo habitual. Te llevaban a la tienda a comprarte un abrigo o lo que fuera, elegían el más hortera que se le ocurriese para ti, que ya pensabas en las risas de tus compañeros en clase, y luego te decían eso de: ¿Verdad que este abrigo es muy bonito? (La de frío que pasé llevando en la mano doblado el puñetero abrigo rosa oscuro con los botones de fieltro y el cuello babero que la madre que lo parió, prefería mil veces la cazadora verde caqui holgada y llena de pegatinas de héroes de comic de mi vecino el que se alistó luego en la legión….) De zapatos tampoco iba muy sobrada: Unos zapatos negros con cordones para el invierno, y unas sandalias cerrada azul marino para verano. Para hacer deporte, una cosa inclasificable, llamémosla náuticos, por llamarla algo, de la marca La Tórtola con cordones que resbalaba que te desnucabas contra el plinto en el gimnasio. Ah, hablando de zapatos: La mayoría se llevaban al zapatero y se echaban remiendos hasta que sacabas el dedo gordo dos centímetros por el agujero. Tengo pies de china porque llevaba los mismos zapatos hasta que los dedos no podían más y partían el duro material. Este es mi secreto para poder ponerme de puntillas en clase de ballet sin llevar zapatillas de bailarina (me las vendaba y nunca supo nadie que no llevaba zapatillas reglamentarias). Gente así ahora la veríamos no a la puerta de Cáritas, sino a la puerta de una ONG en Etiopía esperando llenar su escudilla de arroz. Eso por no hablar de la falta de calefacción en casa, en el cole, en todos lados, hacía tanto frío que en invierno mi madre nos dejaba con el pijama debajo para ir al cole para no perder el calor corporal cambiándonos. Tampoco tenía secador de pelo. Las gripes y yo fuimos inseparables compañeras de vida hasta que cumplí los veinte años por lo menos. Cuando me fui de mis padres, como me fui a vivir a una casa antigua tipo corralilla, más húmeda que una charca de ranas, las gripes siguieron conmigo hasta los treinta años, por lo menos. Luego ya me hice más pudiente y me compré una estufa de butano. Y ahora que soy de clase media normal, tengo calefacción por gas natural, claro que al precio que va y lo poco acostumbrada que estoy que la pongo sólo cuando tengo visitas. Mi querido O se asombra del poco frío que me gasto, y es que si supiera que de pequeña he vivido igual si hubiera nacido en Siberia, ya no le asombraría tanto. En mi casa no había brasero, por la aprensión de mi padre, pero todos mis amigos del cole tenían uno en su casa, y las piernas llenas de ronchas rojas (se llaman sabañones). Quien no tuviera brasero y mesa camilla por aquella época también es alienígena. Mi padre lo es un poco, y yo voy por su camino. Salir a la calle los fines de semana que salía (estoy hablando con doce añitos, a dar la vuelta al barrio el domingo por la tarde), suponía una terrible decisión: Gastarse las 25 pesetas que te había dado de propinilla el abuelo en un helado de chocolate de esos con almendritas y todo, o estirar el dinero y tirarte toda las semana con flash de coca-cola, chicles de esos de bola dura de las máquinas a la puerta de los bares, y poder comprar además una barrita de regaliz. Si a un niño de ahora le das el equivalente (unos 2 euros), para sus gastos de la semana, te denuncia al defensor del menor por maltrato. ¿A qué viene toda esta charla? Esta mañana, la maravillosa huelga del transporte público, me ha proporcionado la inigualable oportunidad de filosofar sobre la maldita crisis con mi vecina de arriba. Así, enlatadas como sardinillas, hemos llegado a la conclusión de que los pobres de ahora son muy raros, no son como los de antes. Antes un pobre de pedir limosna, era un pobre en toda su salsa, con sus rotos, sus piojos y su roña. Ahora ves a alguien así en el metro e inmediatamente sabes que tiene una adicción o un trastorno mental, pero de seguro que no es pobre normal. Los pobres normales, o sea gente por debajo de los quinientos euros de ingresos mensuales, sin trabajo, o a un tris de que los echen de la casa por impago del alquiler o de la hipoteca, paradójicamente, mantienen costumbres o tienen posesiones que no concuerdan con su status de pobre. Ejemplo: Chavalín o chavalita que ha terminado la carrera y si no es por la paga del padre tendría que ir a mendigar hasta para comprar un bocadillo de calamares, gasta un Smartphone que le ha costado como mínimo trescientos euros, y no digamos ya con el Internet tarifa fija y todas las mierdas a las que está suscrito, que al mes la factura no le baja de cien pavos. Con esos trescientos euros hago yo la compra del mes y me sobra dinero para pagar, no ya mi móvil actual, sino el consumo del mismo de cuatro meses. Pero el chavalín/chavalita se queja de que vive con sus rancios padres y que no tiene libertad. Otro ejemplo: Individuo adulto desempleado, en el paro de hace más de un año, sin ingresos, viviendo con los padres, con la cuenta corriente pelada como el culo de un mono, va a una entrevista de trabajo cerca de Sol con un Audi A3 que consume más gasolina que el Ferrari de Fernando Alonso y se tiene que gastar en Parkings más pasta en un día que yo al mes en el abono transporte. Pero se queja de que no llega a fin de mes y que le tuvo que dar a su niño de comer cacahuetes rancios durante dos semanas por que no tenía para comprarle jamón york. No pongo más ejemplos porque me hierve la sangre viendo estas paradojas de la vida moderna. Lo malo es que esta gente me mira a mí como si fuera una burguesa fachorancia por tener un sueldo que me da para vivir en una casa pagando hipoteca, cuando yo me cocino toda la comida que me llevo al trabajo, me lavo mi ropita y cuido mi casita sin asistenta currando diez horas al día como mínimo, voy en transporte público a todos los sitios en el radio de mi abono de la zona A y sólo cojo el coche para ir a las afueras o para hacer la compra a veces, y desde luego mi coche es un modestito coche japonés de bajo consumo. Ah, y mi móvil me lo dieron con los puntos acumulados de tres años y me tiene que durar como mínimo otros tres. No tengo Whatsapp ni gambadas por el estilo. Odio todas las comunicaciones síncronas (simultáneamente enviar y recibir respuesta como el teléfono, el chat, etc.). Las únicas comunicaciones síncronas que adoro son las que puedes entablar con alguien cuyo nombre no es Cariñoso48, y que incluyen una mesa y una copa de vino o un buen expreso. En definitiva, igual que existe el modelo Slow de vida (en otro post os hablaré de él con más detenimiento) voy a proclamar la vida Lowcost. Ejemplos de mi vida lowcost de la semana pasada: - Sábado mediodía: Sesión Pizzapeli en casa de mi novio. Pizza del súper y peli de la tele. Coste: 3 euros. - Martes: 2 Botas para tirar a la basura recuperadas gracias a un zapatero de los de antes que he encontrado. Precio del arreglo. 20 euros. Precio de comprarme dos botas nuevas iguales: 150 euros. Ahorro: 130 euros. - Domingo: Lujoso desayuno de gofres con chocolate en casita. Precio: 1’5 euros. Precio de ese mismo desayuno en la cafetería: 5 euros. Ahorro: 3’5 euros. - Sábado noche: Espectáculo de danza hindú en el museo antropológico. Coste: 0 euros. (Bueno, luego la ración de patatas seis salsas y las bebidas salimos por unos 10 euros por barba, pero eso mismo es lo que cuesta ir al cine ahora y sin palomitas).

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